"En el origen de la corrupción están las malas prácticas…
Pasan inadvertidas pues suelen
consistir en conductas que facilitan o conceden beneficios escasos pero
legales (licencias, crédito, calificaciones, contratos); o ilegales
(exenciones, condonaciones, permisos, ocultaciones, omisiones,
hostigamientos, investigaciones) [1], que involucran a agentes privados,
empleados de entidades financieras, cargos públicos y funcionarios no
siempre de un nivel alto de la administración(p. ej. casos Fórum y Afinsa).
En
muchos casos se trata de actantes o partícipes corruptos con mediana
autoridad a la hora de distribuir un beneficio escaso, que utilizan
(para elegir beneficiarios) procedimientos diferentes a los regulados,
bien sean lícitos o ilícitos (p. ej. caso Ático). A menudo estos
partícipes despliegan métodos que los refuerzan recíprocamente y que
subsisten a lo largo del tiempo (p. ej. caso Malaya).
Métodos que no
consisten exclusivamente en los medios efectivos para esconder los pagos
y lograr la colocación o regulación o blanqueo de fondos ilícitos,
también pueden ser desplegados para alterar servicios y contratos de
carácter público o privado en procesos de gestión y externalización, o
de privatización cuando se trata de servicios y contratos públicos (p.
ej. caso Estepona).
Las disposiciones
administrativas sobre qué características y qué requisitos deben tener
los proyectos de obra pública o privada que interesa favorecer y el tipo
de concesiones y privatizaciones que conviene financiar o patrocinar,
suelen estar intrínsecamente sujetas al ámbito de la discrecionalidad o
la oportunidad y, por tanto, son otro caldo de cultivo de la corrupción
[2].
Como la corrupción favorece a los partícipes de uno y otro lado de
la relación, ninguno de ellos experimenta la necesidad de finalizarla
unilateralmente (perdurabilidad), y es muy difícil desenredar y deshacer
la red para poder imputar conductas corruptas a sólo uno de ellos (p.
ej. caso Estepona).
Entre el soborno y la extorsión
“Convencido
de la gravedad del problema, el secretario general de las Naciones
Unidas decidió abrir en enero del 2004 un proceso de consultas orientado
a añadir, en su caso, un décimo principio a los ya existentes nueve del
Pacto Mundial. Se trataba de un principio relativo a la corrupción y su
tenor era el siguiente: «Las empresas deberán combatir la corrupción en todas sus formas, incluidas la extorsión y el soborno». Las razones que a tal fin se esgrimía eran fundamentalmente tres. Primera Segunda Tercera,
se hacía precisa la mención explícita de un problema de tamaña
importancia como es la corrupción.
Pero algunas de las empresas
consultadas en calidad de firmantes del pacto expresaron ciertas
reservas a la inclusión de este décimo principio, en la opinión de que
no son sólo las empresas las que deben actuar contra la corrupción, sino
también los gobiernos y los demás agentes sociales.
Entre otras, fue
principalmente esta opinión la que llevó a la Secretaría General de las
Naciones Unidas a suavizar el inicial tenor del décimo principio que,
tras la reunión celebrada en Nueva York el 24 de junio de 2004, quedaba
oficialmente añadido a los otros nueve del Pacto Mundial, con el
enunciado siguiente: «Las empresas deberán trabajar contra la corrupción en todas sus formas, incluidas la extorsión y el soborno» [3].
En los países donde el legislador distingue entre soborno y extorsión, se pretende perseguir con el soborno tanto al funcionario público como al particular que buscan activamente un beneficio indebido del gobierno; y, con la extorsión,
al funcionario que obtiene dinero del particular a cambio de no imponer
una carga o de no retener un beneficio.
Aunque el pago realizado por un
ciudadano aparentemente “normal” a un funcionario gubernamental muy
poderoso se califica como extorsión, la distinción entre estos dos tipos
de conductas sólo llega a ser relevante cuando el enfoque de la
política penal y fiscal promueve la delación, a costa de que quien paga
el soborno pueda ser considerado un inocente lesionado y no deba ser penado (p. ej. caso Grajales).
Asimismo, la distinción entre quien practica la corrupción «activa» (el
que soborna) y «pasiva» (el funcionario o el cargo público) tampoco no
se corresponde con la realidad en los múltiples escenarios en que actúa
la corrupción. Para que haya práctica corrupta tiene que haber acuerdo
entre al menos dos personas: acuerdo en la corrupción y acuerdo en su
silenciamiento (p. ej. caso Tamayo y Sáez). Sin
embargo, son muy comunes, cuando se investigan e instruyen
judicialmente este tipo de conductas, que se aleguen coacciones y
ausencias de responsabilidad por una de las partes, tanto por
empresarios como por funcionarios involucrados y en muchos casos se
alega la necesidad como justificación (p. ej. caso Nóos).
Las prácticas
corruptas significativas, cuando comportan una decisión constituyente,
aunque no esté en juego una inversión concreta, suponen siempre un
impacto en los presupuestos y las deudas gubernamentales y en las
perspectivas económicas y políticas de los países afectados, pero
frecuentemente, además, involucran a determinadas empresarios que operan
solos o en consorcio con socios locales (p. ej. caso Tamayo y Sáez,
caso Nóos). Pese
a ello, las circunstancias bajo las cuales ocurren prácticas de
corrupción con trascendencia económica y social de alto nivel, sólo son
objeto de análisis científico en estudios especializados.
Las oportunidades…
Las prácticas corruptas que
mejor se ocultan tienen que ver con el intercambio de productos
financieros o títulos de inversión (p. ej. caso Grajales y Caso Andrax). También
los procesos de privatización en los que se trasfieren bienes, derechos
o facultades del Estado a los particulares, están cargados de
oportunidades [4].
El proceso de privatización y venta de una gran
empresa pública puede incluso superar en cifras económicas a un proyecto
de construcción y contratación de una gran infraestructura (p. ej. caso CYII, caso Bankia).
Las oportunidades para la corrupción en esos casos también suelen ser
elevadas. Si las corporaciones empresariales pagan para conservar el
poder monopólico de las empresas públicas una vez que éstas cambian de
titularidad o su gestión pasa a manos de particulares, el resultado se
reduce a una simple transferencia de beneficios del Estado a los nuevos
gestores o propietarios.
El traspaso “pacífico” de dichos beneficios
puede igualmente conllevar prácticas corruptas si los empleados de la
empresa privatizada se avienen, a cambio de determinados pagos y
beneficios, a hacer frente a las exigencias de otros proveedores que
buscan compartir los beneficios monopólicos, o bien, a trazar políticas
engañosas frente a los usuarios y/o clientes [5]. Y este es sólo un
ejemplo de cómo la corrupción socava la pretendida racionalidad y
eficiencia que se esgrime como justificación económica en los procesos
privatizadores.
La contratación gubernamental y las privatizaciones
Siempre que un gobierno actúa
como calificador, contratante, o comprador, se generan oportunidades
para la corrupción. Las empresas pagan o maniobran para ser incluidas en
el pliego de licitación y a la vez para limitar el tamaño de la lista
de participantes (p. ej. caso Ático); obtienen información privilegiada e
inducen a los funcionarios a disponer de tal manera los requisitos de
las licitaciones para conseguir ser los únicos proveedores,
suministradores o abastecedores que cumplen los requisitos del concurso;
cuando no pagan directamente para ser sus adjudicatarios.
Y si ya han
sido seleccionados pagan para que se acepten sus precios inflados,
disminuyan o se omitan los controles de las calidades exigidas, o se
dilate con carácter temporal o indefinido el cumplimiento contractual
(p. ej. caso Ático). Los
pagos para obtener concesiones y contratos, o privatizaciones de
grandes empresas públicas, son generalmente un terreno reservado a los
altos cargos del gobierno y a las grandes corporaciones empresariales.
Aun así es posible que funcionarios y empleados de menor rango sirvan o
revelen información confidencial, o privilegiada, que favorezcan la
posición competitiva de algunas empresas frente a la administración
contratante, y también que algunas pequeñas empresas realicen pagos para
obtener encargos de provisión, suministro o abastecimiento [6].
Uno de los elementos distintivos
de la corrupción que se da en la contratación gubernamental y en las
privatizaciones, además del tamaño de las transacciones, se encuentra
también en los casos en los que el gobierno distribuye un bien escaso y
el valor del beneficio se eleva a varios millones (p. ej. caso Ático).
En circunstancias muy competitivas la empresa que gana el concurso no
tendría por qué ser más o menos una empresa eficiente respecto a sus
competidoras, con independencia de que haya pagado o no el soborno más
cuantioso. Sin embargo, lo que se está demostrando actualmente (aquello
que Naredo denomina “Neocaciquismo” [7], y que consiste en una
corrupción sistémica que atenta incluso contra el sacro principio
liberal de la competitividad),
implica que se restrinja, mediante prácticas corruptas, el número de
postores para beneficiar a aquellos que, o bien han logrado tejer redes y
establecer nexos con altos cargos en el poder, o bien han conseguido
cooptar y reconfigurar las instituciones en las que estos actúan (p. ej.
caso CYII, caso Bankia, caso Telemadrid).
Por tanto, por mucho que se vocee a los cuatro vientos la bondad de la
eficiencia, este tipo de criterio para valorar a los postores, no tendrá
ninguna cabida [8].
Cuanto más poderosos menos constreñidos
La escala de las prácticas
corruptas y el nivel funcionarial de los implicados inciden también en
la probabilidad de que sean efectivamente investigados y perseguidos.
Por eso cuanto más poderosos menos constreñidos se sienten para actuar
(en comparación con los funcionarios de menor nivel, sujetos a mayores
restricciones) y, además, por esa misma razón, suelen obtener mayores
beneficios o participaciones en las ganancias producidas (p. ej. caso
Fórum).
Dado
que las transacciones que involucran importantes decisiones, contratos,
concesiones o privatizaciones, pueden tener, cada una, un impacto
notorio en el presupuesto gubernamental y en la prosperidad general del
país, el tamaño y la incidencia de los sobornos son especialmente
relevantes.
En cambio, rara vez se reflexiona en el goteo persistente
que supone la obtención de licencias, permisos, reducciones de
contribuciones o el comportamiento ineficientemente, a través de
sobornos a funcionarios que no son de alto nivel en la escala
funcionarial (p. ej. caso Andrax).
Analistas de Naciones Unidas
centran sus pesquisas en la incidencia y la generación de ineficiencias
en las empresas que realizan los pagos corruptos. Aseguran que las
empresas que creen necesitar pagar sobornos para poder operar en
determinados sectores, también saben, todas ellas, que estarían en mejor
situación si ninguna pagara, pero el peso de la balanza se inclina
hacia las empresas ineficientes y sin escrúpulos que no correrían con
tan buena suerte en un sistema ideal de competencia perfecta (p. ej.
caso Ático).
Según estos analistas, si estuviéramos ante un concurso competitivo
idealizado y el actante del gobierno no hubiera afectado el acceso a la
concesión, quien hubiera otorgado el soborno más alto habría sido la
empresa que asigna un mayor valor al beneficio,
y la empresa más eficiente la que hubiera ofrecido el precio más alto
en un procedimiento de oferta limpio. Por lo que, aseguran, las empresas
más ineficientes suelen ser elegidas como resultado de la naturaleza
corrupta del sistema.
Además, añaden, es poco probable que la corrupción
se limite a un único pago a los altos funcionarios para consolidar el
acuerdo corrupto, motivo por el cual la empresa elegida suele ser
también aquella con más disponibilidad para comprometerse en sucesivas
prácticas corruptas del escalafón administrativo, hacia abajo, para
proteger sus beneficios.
Lo cierto es que cuando se trata de un contrato
de obras y servicios, el que paga el mayor soborno también debe
anticipar que tendrá que sobornar a controladores e inspectores para que
aprueben u omitan requerir los trabajos que no cumplen las exigencias o
los estándares de la contratación.
La expectativa de una relación perdurable es,
pues, parte del atractivo de contratar con una empresa corrupta.
Asimismo, la propia empresa puede administrar dichos sobornos para
asegurarse la perdurabilidad de las relaciones de corrupción. De esta
forma, una empresa puede firmar un contrato de publicidad con una
empresa pública, pero pagar los sobornos sólo cuando ha hecho efectivo
el pago del precio contractual.
Esos pagos deberán efectuarse de manera
diseminada, de tal forma que uno solo de ellos no sea suficiente para
atribuir e inculpar a los partícipes por un delito de cohecho. Además,
estas prácticas suelen ocultarse tras otros contratos de asesoría o
consultoría e intermediación suscritos por empresas interpuestas, por lo
que la red societaria utilizada para realizar los pagos ilícitos puede
llegar a ser muy compleja (p. ej. caso Ático).
La descripción anterior revela,
asimismo, que la corrupción no puede representarse exclusivamente
protagonizada por funcionarios y empresarios. Ni que la cultura del
regalo o del favor clientelista, tan extendida en nuestro entorno sea la
que induce y determina que las empresas desplieguen una especial
sensibilidad cultural pagando sobornos. Quienes impugnan
convincentemente este argumento consideran insultante que las dádivas y
los pagos ilícitos a políticos corruptos se sustenten en una cultura
convencional de dar regalos (p. ej. caso Taula).
Las corporaciones empresariales transnacionales
Por otra parte, las
corporaciones empresariales transnacionales que justifican el pago de
sobornos para acceder a concursos de contratación a gran escala alegan
la inoperancia de las leyes que los sancionan o su utilización, en todo
caso, como arma arrojadiza entre partidos políticos.
Los gestores de
dichas empresas cuestionan incluso que deban cumplir estándares de
responsabilidad social más elevados (cuando existen) que las compañías
locales; intención que subyace tras la apariencia externa y visible de
las negociaciones de los tratados como el TTIP, el CETA o el TISA.
Pero es preciso reconocer que no todas las malas prácticas involucran
obras a gran escala o proyectos sobre bienes de capital (p. ej. caso Faycan y Caso Grajales). También
los funcionarios de organismos de cooperación y ayuda han argüido que
no pueden ignorar las prácticas corruptas si quieren hacer bien su
trabajo [9].
Combatirla y además prevenirla
El problema no es sólo combatir
la corrupción existente en las instituciones, sino además prevenirla
[10]. Entre los elementos principales que se barajan en las propuestas
consideradas se incluye la reforma legal para reducir incentivos y
oportunidades de corrupción en determinados sectores [11], y mejoras en
el control efectivo del cumplimiento coactivo de la ley y los estándares
de inspección internacional [12].
Algunos analistas recomiendan incluso
la creación de nuevas organizaciones internacionales para enfrentar la
corrupción global [13], ya que los nexos de un país con el mundo, en
régimen abierto de comercio e inversión, facilitan el contrabando y la
movilidad de las ganancias delictivas a través de las fronteras, y
expanden, tanto como limitan, el ámbito de las operaciones corruptas.
Además, la existencia de «paraísos fiscales» es hoy indispensable para
garantizar la actividad y la impunidad delictiva local e internacional, y
para muchos es propia de la naturaleza corrupta del sistema. Evitar y
revertir el daño ocasionado por la corrupción globalizada demanda, pues,
esfuerzos internacionales muy superiores a los invertidos en la
liberalización y globalización de los mercados. Un enfoque de la
corrupción desde la justicia penal y el control del comportamiento
delictivo internacional, es importante, pero escandalosamente
insuficiente.
Restringir el lavado de dinero y controlar los negocios
ilegales requiere de la cooperación internacional, pero esos esfuerzos
no pueden tener mucho impacto por ellos mismos en el nivel de la
corrupción cuando existen alicientes no confesos que emergen del poder
público ejercido en el marco de unas instituciones estatales e
internacionales reconfiguradas por la actividad empresarial
transnacional [14], como ha quedado registrado en los textos de los
tratados firmados y en las decisiones largamente postergadas como la
adopción del ITF." (Liliana Pineda, Attac Madrid, 08/10/17)
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